LUCHEMOS UNIDOS POR SALVAR LA ESENCIA
DE LA EDUCACIÓN
*Discurso
del Dr. Raúl Díaz Castañeda durante Valera, 14 de
diciembre de 2023.
Actos realizados en
la Extensión Valera de la Escuela de Medicina de la ULA por el Día del Profesor
Universitario*.
Dejó
escrito el poeta Torquato Tasso que los hijos son por naturaleza defensa y
fortaleza de los padres. Por eso mi hija Ruth está aquí, en este acto
académico, ayudándome, porque a mis casi 90 años no me muevo con facilidad.
Dice
el poeta Salomón en sus Cantares: “Ponme en tu corazón como un tatuaje porque
fuerte como la muerte es el amor”. Conocí a mi esposa Irma en 1958, desde
entonces estamos juntos. No pudo venir por estar convaleciendo de una fractura.
Pero ella está aquí porque estoy yo.
Con
la dispensa de ustedes voy a tratar de explicar por qué estoy aquí.
Mi
familia de mi infancia estuvo constituida por once personas: mi abuela materna,
tres tíos maternos, mis padres, mis cinco hermanos y yo. En dos casas contiguas
vivíamos en la primera calle de la orilla este de Barquisimeto. En esa calle,
hoy la 15 de la ciudad, sólo había seis casas. Muy rala en vecinos. Más allá se
abría una sabana donde pastaban animales realengos. Y más allá cruzaba con sus
aguas cenizosas el entonces medianamente caudaloso río de la urbe. Por pequeño,
un núcleo familiar muy estricto. Mi abuela ejercía una autoridad inapelable.
Mi
madre, sensata e inteligente, balanceaba la dictadura. Y mi padre, que desde
los nueve años de su edad fue criado como huérfano por una familia culta y
bondadosa, era el refugio amable de sus hijos varones, que eran también hijos
libres de la sabana y el río. La sabana que en lenguaje galleguiano es toda
horizonte como la esperanza, y toda camino como la libertad; y el río que por
Heraclito es panta rei, un fluir incansable e irrepetible hacia el lejano mar
de Manrique, que es el morir.
Mi
hermana, la mayor, que se quedó solterona, nunca se despegó de las faldas de mi
madre y de los ojos vigilantes de mi abuela. En ese pequeño clan la voz de los
mayores siempre prevaleció, sin violencias físicas, sin vulgaridades, con
sentencias aleccionadoras y largos cuentos sobre por qué la pobreza, las
enfermedades y las injusticias sociales casi lo habían extinguido.
Mis
padres nos impusieron un destino: estudiar, la única manera de lograr una vida
con dignidad. Eso hicimos. Tres de mis hermanos escogieron la docencia y la
ejercieron en instituciones de educación superior. El menor: abogado, músico y
docente universitario.
Yo,
médico y docente de secundaria en los tres primeros años de la carrera, y en
los restantes, hasta hoy, en la universitaria.
Mi
maestro de quinto y sexto grado de primaria, Manuel Vargas, ejerció sobre mi
conciencia una influencia que aún resuena; era apenas seis mayor que yo, pero
ya tenía una personalidad sólida y transparente, y ya estaba casado y tenía un
hijo. Yo prácticamente vivía en su casa. Por mí se hizo amigo de mi familia, y
lo fue hasta su muerte. Estuvo despidiéndome la noche que me fui a estudiar
cuatro años en la Universidad de Los Andes, la única abierta entonces, y el 22
de agosto de 1958, cuando en el aula magna de la Universidad Central de
Venezuela recibí el título de médico cirujano en la que se llamó Promoción de
la Libertad, que en las calles, a gritos
y piedras y cauchos quemados y mucho miedo, enfrentó a la que ingenuamente
creímos sería la última dictadura venezolana.
Entré
al liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto en 1947, a los 13 años. Aníbal
Lisandro Alvarado había sido médico, historiador y lingüista. En el liceo era
obligatorio conocer su biografía, y en el salón de artes plásticas había un
retrato de él, de tres metros, hecho por el profesor de la materia Francisco
Reyes García. Lisandro Alvarado fue mi primer paradigma. Cuando presenté el
examen de admisión a la escuela de medicina de la Universidad de Los Andes, en
la prueba oral el profesor Pedro Rincón Gutiérrez me hizo una sola pregunta:
¿Quién era Lisandro Alvarado? Pedro Rincón Gutiérrez, después mi profesor de
Fisiología, fue mi segundo paradigma.
El
liceo Lisandro Alvarado fue para mí una revelación. Un edificio imponente. Muy
bien dotado. Centenares de estudiantes. Excelentes profesores, varios de ellos
republicanos de la diáspora de la guerra civil de España. Por su imagen, mi
primer deseo profesional fue ser profesor de Biología. En aquellos años, por
aquellas aulas, pasaron Rafael Cadenas, José Antonio Abreu y Vinicio Adames.
En
1956 me fui a Caracas, a la Universidad Central. A los 23 años de mi edad
conocí el mar, hice mi primera llamada telefónica, aprendí a conducir
automóviles, oí el primer concierto sinfónico y vi la televisión en blanco y
negro. Así de lenta caminaba entonces Venezuela, bajo los mil ojos de los
esbirros de la Seguridad Nacional, la policía política del general Marcos Pérez
Jiménez.
Fui
de los doce jóvenes médicos residentes que en septiembre de 1958, con la
guiatura de los médicos del viejo hospitalito Nuestra Señora de la Paz, aquí en
Valera, pusieron en funcionamiento el recién inaugurado Hospital Central de
Valera, hoy Hospital Pedro Emilio Carrillo. Los doctores Pedro Emilio Carrillo,
Rafael Isidro Briceño, José Gil Manrique, Luis Portillo y Salomón Domínguez
Curiel fueron los jefes de los cuatro servicios fundamentales del hospital,
pero en el Ministerio de Sanidad eI maestro José Ignacio Baldó, quien había
sido mi profesor de Neumonología, planteó que para el desempeño eficiente de
todos los hospitales nuevos, extraordinariamente equipados con tecnología de punta,
era necesario formar rápidamente personal actualizado y diversificar la
especialidades: la dictadura que los había construido había olvidado que los
hospitales no pueden funcionar sin una estructura medico asistencial adecuada a
su categoría, su complejidad, sus fines inmediatos y su prospectiva. Ese fue el
plan que se puso en marcha para los primeros cinco años de la institución.
Conocí
en aquel para mí esplendoroso 1958 a la joven profesora Aura Salas Pisani, ya
la Palas Atenea trujillana, maestra de maestras, que era un faro cultural en el
ateneo de la ciudad. El Ateneo de Valera era una escuela de la creatividad y la
inteligencia, caja de resonancia de la ciudad, y lo sigue siendo, a pesar del
acoso y el despojo de que ha sido objeto, con la valiente e incansable
dirección de la profesora Marlene Briceño. Y todas las tardes nos reuníamos en
el taller tipográfico de don Pedro Malavé Coll, editor de periódicos y libros,
en una tertulia sobre arte y poesía, porque aquel taller era una escuela del
pensamiento libre.
Y
así, por los caminos del hacer cultural, he llegado hasta la Cátedra Libre Mario
Briceño Iragorry, que con la conducción de la doctora en letras Libertad León
González es una pequeña escuela de la dignidad ciudadana. Puedo decir entonces,
que desde que me conozco he estado en una escuela, que he sido un escolar
vitalicio.
Al
yo retornar como especialista en Radiología en 1963, el primero en la región
trujillana, el Hospital crecía y funcionaba cabalmente. Se fundaron las
especialidades anatomía patológica bajo la jefatura del doctor Alberto León
Acosta, la psiquiatría con el excelente psiquiatra Francisco Jaramillo, y poco
después la neurocirugía con el doctor Rixio Chacín Parra, pioneros en la
región. La medicina interna fue puesta en manos de los doctores Ángel López
Prado y Jorge Osorio, y la cardiología en las de los doctores Mariano Álvarez y
Tito Lozada. Todos iniciándose en sus respectivas especialidades. Y de la
dirección del hospital se encargó el sanitarista Rodolfo González Gil, con
iniciativas novedosas, el mejor director que ha tenido. El entusiasmo era
enorme. Y a la par se reactivó la Revista del Colegio de Médicos del Estado
Trujillo, bajo la dirección del doctor Pedro Emilio Carrillo, Rómulo Febres
Villasmil y yo, que recogió interesantes trabajos de investigación y ensayos de
interés histórico.
En
eso, se presenta para la Universidad de Los Andes una crisis matricular: la
afluencia de estudiantes que quería estudiar medicina en ella sobrepasaba las
posibilidades de salas clínicas en la ciudad de Mérida. Por intermediación del
maestro Baldó, en convenio con el Ministerio de Sanidad, fueron incorporados a
esa docencia el hospital de San Cristóbal en Táchira y el de Valera en el
estado Trujillo, al principio tímidamente y con muchas suspicacias y celos
profesionales, pero en la práctica funcionó, y todavía funciona, sobre todo por
la buena voluntad, la lealtad y los altos conocimientos que los médicos del
Hospital Pedro Emilio Carrillo han puesto siempre al servicio de la querida y
respetada Universidad de Los Andes, algunos ad honores.
Por
eso estoy aquí. Sesenta y tres años dentro de la Universidad de Los Andes,
hasta hace poco como profesor activo y ahora como tutor de tesis de posgrado.
Por eso, creo, la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes,
APULA, decidió generosamente recordarme en este día y brindarme este sencillo
reconocimiento que agradezco, aunque lo que he hecho en ese tiempo que parece
largo, aunque nunca lo noté, es devolverle a Venezuela a través de la Universidad
un poco de lo mucho que ella me ha dado.
La educación en Venezuela está en crisis. Y dentro de ella la universitaria. Una crisis histórica que compromete seriamente el futuro de la nación y su soberanía. Esto también pasará, dijo el sabio al rey del cuento. Ojalá pase un ángel y diga amén, aunque el rescate, si se logra, costará, por lo menos, una generación. Mientras tanto sigamos de pie, luchando unidos cada quien con sus posibilidades por el fundamental e irrenunciable imperativo de esta hora trágica: salvar la esencia de la educación, porque sin una educación trascendente, sustancial, de elevada calidad, al paso de los avances científicos y tecnológicos, y desideologizada en un contexto de sano equilibrio social, moralidad pública y respeto a la Ley, el país no tendrá una salvación digna y sostenible.
Semblanza del Dr. Raúl Díaz Castañeda
Reconocida labor y trayectoria de profesores universitarios en la Escuela de Medicina #ULA #Valera
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